Cosas de Dios: Exclusión, sacrificios de animales, el verdadero Caín, Jesús y la mujer.



Si tienes hombres que excluyen alguna de las criaturas de Dios del
refugio de la compasión y la pena, tendrás hombres que actuarán
de igual modo con sus semejantes humanos. 
                                                                    Francisco de Asís


Extrapolemos esta temática a los sacrificios de animales con los hebreos, remontémonos a la escena cainesca, Abel sacrificando animales, y un poco más atrás, Yahvé cubriendo a la primera pareja con pieles.

Es obvio que se despelleja, mata y jala la pata de un pobre animal. Como que a Yahvé eso del vestido de fibras de plantas, hecho del trabajo autosustentable de Adán y Eva, pero también más tarde con Caín y su cosecha hortelana, no le cuadraría, no era el top de aquella moda encuerada. Duro y a la cabeza y tendrás botas de serpiente, abrigo de mink y aureola de angelito cachetón. El colmo es el intento homicida de Isaac en nombre de este Dios voluble y sus adoradores que se muestran clientes de una bipolaridad sanguinaria.

Llegamos a los dinteles de Egipto, las puertas del infierno. Una carnicería donde se sacrifica a hombres como a corderos, se les extingue derramando su alma esclava en nombre de un sistema absolutista de explotación humana cuya punta piramidal-teocrática es el mismo filo asesino: la pirámide es el Faraón, que también es un Dios.

La vida es sagrada, sólo en actos necesarios se le debe tomar. A la vida se le protege, a veces extremadamente.

No me queda otra hipótesis que asumir que Caín, junto con sus etno-ecologistas padres, es el primer defensor de animales radical. Yendo en contraposición de un sistema sacrificial, ante el acoso ortodoxo y sistemático que se impone, mata a Abel y huye de Yahvé. El mismo esquema es repetido con Moisés en el capítulo del egipcio que maltrata al hebreo. La saga del Éxodo profundiza esta lucha a muerte que se suscita en la liberación. Apenas se visibiliza este mismo hilo conductor en Jesús, pero ahí está, al lado del pobre y la mujer, acompaña a los excluidos de la tierra, se inmola como un activista de Greenpeace o de Human Rights, defiende a la humanidad de los que imponen el puntapié. Su golpeteo, al igual que en Caín o en Moisés, es la denuncia del monstruo edificio que cae del cielo y se erige como una pirámide. Toda pirámide es un cuadrado de religiosidad aplastante.

A Jesús no lo vemos en esa devoción sanguinaria de animales y exfoliación humana; entra al Templo y lo cuestiona; vuelca las mesas de la especulación cambiaría; pone en fuga el comercio animal. Su heterodoxia para la convivencia de la paz con justicia es incluyente, sorprende. Alebrestará a los poderes que se creen Dios y quieren encajar toda forma de vida en el fondo de la miseria. Será asesinado en una escaramuza por los carniceros máximos. En el patíbulo vergonzante estos señores trajeados de cuellos almidonados lo encueran y revisten a placer, ponen su vida en vilo, echan suertes sobre su ropa inconsútil (1). En este frenesí estos sumos pontífices, reyezuelos y justicieros del imperio, paradójicamente invocan lo mismo para sí. Como en una representación de confrontaciones disímbolas frente a un espejo que distorsiona la imagen hasta quebrarla y es hecha pedazos, subsistirá únicamente el personaje real: Jesús también es rey, procurador de justicia, sumo sacerdote y Dios, el verdadero. Empalado como un bistec, como a un desobediente de la ley del mercantil rastro del Templo y el imperio rastro romano, muere.

En la escultura de La piedad de Miguel Ángel Buonarroti, el Crucificado es acogido y arropado por los brazos maternos al descenso de la cruz. En el momento bíblico es acompañado por mujeres que le resguardan en el vientre de la primigenia madre, la tierra. Ambas figuras parecen apaciguar el desastre. Tierra y mujer, aquí en rápidas pinceladas, suscriben la pugna oriunda de autodeterminación humana, pies y sombras se han pegado a la tierra como un cordón umbilical, ella nutre de su esencia, sostiene con sus árboles, cobija y alimenta con sus frutos —aún los prohibidos— confirma su lealtad acariciando las plantas de los pies en cada paso andado. Tierra y mujer han sido solidarias hasta el último momento, se han mostrado más benignas y misericordiosas que el estrellado cielo.

La proclama, sin duda, poética, que hacen las mujeres en el Evangelio es que Cristo había resucitado, al tercer día huía de las garras de la petrificante muerte, como una semilla su flor vencía al sepulcro —así Jesús se constituía en un auténtico hijo de la tierra—. Ahora ya no resultaba difícil confundirlo con un hortelano que ofrecía mejores sacrificios que Abel (Jn 20-15 y He 12-24). En su proclama la hecatombe de animales del Templo cesaría, Jesús ya había amenazado su destrucción, así lo interpretaron los primeros cristianos cuando Roma hizo del Templo de Jerusalén una pileta de sangre humana.

Entre carniceros te veas. ¡Ahí te ves!

Lupe Protestante

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